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Mostrando entradas de diciembre, 2006

¿Qué sabes de las nubes?

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Como es habitual en esta casa, cuelgo las nubes para despedirme por unos días. No es que sea algo que me ilusione esto de las navidades -mas bien todo lo contrario-, pero como es la humana una especie que aprende a adaptarse y sobrevivir, yo lo hago como mejor puedo en tan incómodas circunstancias; y eso no es sino saliendo a la carrera lejos de aquí, de ellos, de todo esto. Mañana nos vamos para un pueblo que está a veinte kilómetros de Carcasona, y allá espero recibir al año que se nos echará encima en pocos días. Regresaré a principios de enero, cuando vuelva a encender este ordenador que ahora apago hasta mi regreso. Salud, y que el próximo sea un buen año para todos vosotros. PS: si no tienes nada mejor que hacer, he dejado aquí abajo la segunda parte de "La piel del cretense" para que conozcas otras maneras de celebrar a los dioses.

La piel del cretense (y II)

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Otro ouzo más; invita la casa, cómo no. Después, la mujer desapareció en la trastienda llevando la botella consigo como si se tratara de una luz que va alumbrando su paso. Mientras tanto su marido, nuestro anfitrión, continuaba repartiendo apretones de manos, dándose sonoros abrazos e intercambiando risotadas con el grupo de conocidos que acababan de entrar: les contaba no sé qué cosa en medio de un mar de gestos, y tomó un catalejo que había a su espalda en uno de los estantes, para comenzar a abrirlo poco a poco, sacando cada una de sus piezas de dentro de la anterior, sin detener mientras la cháchara en la que se había envuelto con sus amigos. En cuanto a nosotros quedamos en silencio, ajenos a ese murmullo imperceptible que sonaba más monótono a medida que lo alejábamos de nuestros pensamientos. Al frente quedaba aquél gran espejo, cubierto casi en su totalidad de fotografías, postales y recortes de periódicos, y por entre medio de ellas veíamos nuestra imagen reflejada en él, sile

La piel del cretense (I)

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Hace ya unos cuantos años, nos encontrábamos en los alrededores de la Plaka de Atenas camino del hostal en el que nos alojábamos, cuando sin aviso previo, el soleado día que nos había acompañado hasta entonces, tornó en chaparrón inmisericorde, en aguacero copioso, haciendo que saliéramos corriendo todos los que por la calle andábamos a protegernos de las saetas de aquél ataque sorpresivo de las nubes. Después de mucho correr intentando ocultarnos bajo las viseras de algunos escaparates, y saltar cruzando las calles entre charcos, dimos con nuestros marinados cuerpos en una pequeña tasca que estaba casi escondida, al principio de una angosta calle perpendicular a aquella por la que marchábamos. Su aspecto no invitaba a mucho, pero el que estaba tomando el día lo hacía menos a permanecer por más tiempo expuestos a la intemperie. El interior de aquél bar era de esos que los hay en cualquier lugar del mundo, y que a todos nos recuerdan a esa decoración de interiores tan clásica de finales

Luciano y los cincuenta aulladores

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Hace un par de días me pasé por Vitoria para ocuparme de un asunto que me iba a llevar gran parte del la jornada. Cuando terminé dos de las cosas que había ido a hacer eran ya cerca de las dos del mediodía, así que aplazando el resto para la tarde, busqué un lugar donde comer algo. Dado que no era el caso de regalarse con espléndidos manjares, ni de aprovechar para hacer algún descubrimiento gastronómico; a la hora de la selección del lugar me guié casi exclusivamente por un solo criterio: el lugar más tranquilo y solitario que pudiera encontrar. Después de un par de vueltas por las calles del centro de la ciudad, di con uno de esos lugares que tienen la apariencia de pub inglés típico : amplio, de madera, adornado con antigüedades de tienda de regalos, y en penumbra; no había prácticamente nadie, y anunciaba un menú aceptable en la puerta, así que sin pensarlo mucho más decidí entrar. Hice la comanda y me senté. Fue entonces cuando me di cuenta de que había junto a mí un revistero: s