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Mostrando entradas de 2006

¿Qué sabes de las nubes?

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Como es habitual en esta casa, cuelgo las nubes para despedirme por unos días. No es que sea algo que me ilusione esto de las navidades -mas bien todo lo contrario-, pero como es la humana una especie que aprende a adaptarse y sobrevivir, yo lo hago como mejor puedo en tan incómodas circunstancias; y eso no es sino saliendo a la carrera lejos de aquí, de ellos, de todo esto. Mañana nos vamos para un pueblo que está a veinte kilómetros de Carcasona, y allá espero recibir al año que se nos echará encima en pocos días. Regresaré a principios de enero, cuando vuelva a encender este ordenador que ahora apago hasta mi regreso. Salud, y que el próximo sea un buen año para todos vosotros. PS: si no tienes nada mejor que hacer, he dejado aquí abajo la segunda parte de "La piel del cretense" para que conozcas otras maneras de celebrar a los dioses.

La piel del cretense (y II)

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Otro ouzo más; invita la casa, cómo no. Después, la mujer desapareció en la trastienda llevando la botella consigo como si se tratara de una luz que va alumbrando su paso. Mientras tanto su marido, nuestro anfitrión, continuaba repartiendo apretones de manos, dándose sonoros abrazos e intercambiando risotadas con el grupo de conocidos que acababan de entrar: les contaba no sé qué cosa en medio de un mar de gestos, y tomó un catalejo que había a su espalda en uno de los estantes, para comenzar a abrirlo poco a poco, sacando cada una de sus piezas de dentro de la anterior, sin detener mientras la cháchara en la que se había envuelto con sus amigos. En cuanto a nosotros quedamos en silencio, ajenos a ese murmullo imperceptible que sonaba más monótono a medida que lo alejábamos de nuestros pensamientos. Al frente quedaba aquél gran espejo, cubierto casi en su totalidad de fotografías, postales y recortes de periódicos, y por entre medio de ellas veíamos nuestra imagen reflejada en él, sile

La piel del cretense (I)

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Hace ya unos cuantos años, nos encontrábamos en los alrededores de la Plaka de Atenas camino del hostal en el que nos alojábamos, cuando sin aviso previo, el soleado día que nos había acompañado hasta entonces, tornó en chaparrón inmisericorde, en aguacero copioso, haciendo que saliéramos corriendo todos los que por la calle andábamos a protegernos de las saetas de aquél ataque sorpresivo de las nubes. Después de mucho correr intentando ocultarnos bajo las viseras de algunos escaparates, y saltar cruzando las calles entre charcos, dimos con nuestros marinados cuerpos en una pequeña tasca que estaba casi escondida, al principio de una angosta calle perpendicular a aquella por la que marchábamos. Su aspecto no invitaba a mucho, pero el que estaba tomando el día lo hacía menos a permanecer por más tiempo expuestos a la intemperie. El interior de aquél bar era de esos que los hay en cualquier lugar del mundo, y que a todos nos recuerdan a esa decoración de interiores tan clásica de finales

Luciano y los cincuenta aulladores

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Hace un par de días me pasé por Vitoria para ocuparme de un asunto que me iba a llevar gran parte del la jornada. Cuando terminé dos de las cosas que había ido a hacer eran ya cerca de las dos del mediodía, así que aplazando el resto para la tarde, busqué un lugar donde comer algo. Dado que no era el caso de regalarse con espléndidos manjares, ni de aprovechar para hacer algún descubrimiento gastronómico; a la hora de la selección del lugar me guié casi exclusivamente por un solo criterio: el lugar más tranquilo y solitario que pudiera encontrar. Después de un par de vueltas por las calles del centro de la ciudad, di con uno de esos lugares que tienen la apariencia de pub inglés típico : amplio, de madera, adornado con antigüedades de tienda de regalos, y en penumbra; no había prácticamente nadie, y anunciaba un menú aceptable en la puerta, así que sin pensarlo mucho más decidí entrar. Hice la comanda y me senté. Fue entonces cuando me di cuenta de que había junto a mí un revistero: s

Bestiario infantil

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De entre los seres que poblaron aquella lejana infancia, hubo uno de piedra que nunca dejó de mirarme. Lo llamaba “pájaro” pues tenía enormes alas, y “mudo”, ya que jamás respondía a mis palabras. Cuando me acercaba a él las noches de verano, parecía como si la blanca y silenciosa -así llamaban a la mirada de la luna-, separase su cuerpo de los muros sombríos del monasterio. Recorría con mis dedos entonces el tacto suave de su plumaje, alcanzaba la cavidad de sus ojos -¡qué es lo que habrán visto!, pensaba-, y cerraba los míos en el giro sensual de su cuello. A veces lo imaginaba escapar, en una de esas que lo miraba, y alzar el vuelo ligero, con mucho orgullo, hacia la misma luz que lo había devuelto a la vida.

El pez del desierto

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Estaba el pasado domingo cenando con un grupo de amigos en un conocido pueblo de la costa norte de nuestra tierra, en el que solemos reunirnos de vez en cuando para rememorar viejas azañas y disfrutar de las bondades de la cocina local. Y es que ir allá, y no probar uno de sus suculentos y tan maravillosamente preparados pescados a la brasa, es poco menos que una herejía, una causa que tu paladar tendrá abierta contra ti el resto de tus días. Durante tamaño festín gastronómico, no hay mejor tema del que hablar que aquello de lo que se está disfrutando: de la propia comida y también de la ajena, que la voracidad todo lo abarca y el apetito, cuando es valiente, poco se detiene en diferencias y límites. Estábamos en ello, disfrutando ya casi en su extremo de un excelente rodaballo, cuando al hilo de la conversación me vino a la memoria un relato del autor turco Ismail Daghyem, acerca de una especie muy peculiar de pez que según cuenta llegó a conocer de casualidad. Lo mencioné, como no p

Patasola

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Hace algunos años, el antropólogo Francisco Queixalos publicó “Entre cantos y llantos”, un interesante libro sobre la tradición oral sikuani, pueblo ubicado en torno a los afluentes del Orinoco comprendidos entre el Guaviare y el Arauca, en un territorio entre sabanero y boscoso que se extiende a lo largo de la frontera colombo-venezolana. Entre los mitos, canciones y relatos que recogió por boca de los sikuanis entrevistados, hay uno que me llamó especialmente la atención y quiero reproducir aquí. Considere el lector que se trata de la transcripción de un testimonio oral, cosa que explica los giros, extructura y repeticiones que no se daría en un texto escrito. Es más, le invito a que haga uso de él de la manera para la que fue creado: para oirlo, no para leerlo en silencio. He aquí el mito de la Patasola según los sikuanis: “Kaesitonü o Patasola es una clase de yahé. El Patasola es de la selva, es antropófago y peligroso. El no tiene el pie perfecto hacia delante, lo tiene hacia atr

El origen del mundo (antes de Monsieur Courbet)

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Un lunes cualquiera

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Lunes. Como es habitual me levanto a eso de las 6 de la mañana, acompañado por los diablos que salen de mi boca maldiciendo la poca solidez de los dos días que le han precedido, lo poco que los he aprovechado –esta cantinela es siempre así-, y lo que me queda por delante. De casa al trabajo es como una hora de coche entre bocinazos, adelantamientos indebidos y el sonido de la radio murmurando cansinamente no sé qué tontería que se parece mucho a cualquiera de las que dicen otros días. Cada uno se gana el pan como puede, y está claro que los hay que saben hacerlo llenando horas en los medios de comunicación. Olé por ellos, y entonemos un miserere por los que estamos al otro lado. Auditui meo dabis gaudium et laetitiam. Et exultabunt ossa humiliata. El tiempo que tardo en llegar a mi destino podía ser menor, pero eso del carné por puntos, la afluencia de público en las carreteras a estas horas de la mañana y el eterno estado de “en obras” de esta conocidísima autopista, hacen de mi cami

Magdeleine Robineau

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“ROXANA: ¡Calla! ¡No puedes comprenderlo!... ¡Dios mío! Es verdad que desde aquella noche en que, con voz desconocida, comenzaste a enseñarme tu alma, bajo mi ventana, yo te adoraba... pero tus cartas... ¡tus cartas han sido para mí como si desde hace un mes, constantemente, volviera a escuchar la voz de aquella noche... aquella voz tan dulce en la que te ocultabas!... ¡Tanto peor para ti si me arriesgo! ¡Penélope no se hubiera quedado bordando en casa si Ulises le hubiese escrito como tú lo has hecho, sino que, como la alocada Elena, hubiera mandado a paseo las madejas de lana para reunirse con él!” (Cyrano de Bergerac; Acto IV, Escena VIII) ¿Qué se puede decir de Roxana, la única, la del Cyrano de Rostand?; que embriaga su sensibilidad, la delicadeza de sus maneras y el cierto punto de valor que demuestra tener al correr hasta el cerco de Arrás, buscando a su amado; que gozamos viéndola evolucionar desde lo profano a lo sagrado a lo largo de los cinco actos de esta obra. ¿Qué más se

Los cadetes de Gascuña

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Vamos, que ya hace casi una semana que no escribo nada, y aunque es poco el tiempo que estoy teniendo –¡gracias, oh, queridas obligaciones!-, he pensado en improvisar unas líneas, aún a riesgo de macular este querido cuaderno, con los desvaríos que salen de mis dedos a medida que van revoloteando sobre el teclado. Empecemos… Mira por donde que mi última estancia en el Bearn me sirvió, además de para otras muchas cosas, para pasarme por una librería que había en lo que parece un antiguo teatro en Orthez, y comprarme-regalarme algún libro de esos que no se encuentran por mis habituales latitudes, y cuyo contenido merece el esfuerzo de leerlo en un idioma que no es el de uno. Puede imaginar el santo lector que me sigue con alguna frecuencia, qué es lo primero que me vino a la cabeza cuando leí el título: el panteón mosqueteril al completo, dispuesto a llenar mis lecturas de datos, anécdotas y el gozoso conocimiento de algún que otro hecho histórico que ignoraba hasta el momento. Más allá

Cuatro del once

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Aquél día no fue precisamente el de los grandes hechos, ni siquiera el de los medianos: haciéndolo con claridad podríamos incluso decir que fue un desastre. Si uno revisa lo que dicen de aquél cuatro de noviembre las distintas tablas de efemérides, comprobará que lo que pasó no tenía nada de bueno, sino más bien todo lo contrario. La culpa la tuvieron las condiciones meteorológicas, que parece ser que se esmeraron en cumplir con todas y cada una de las condiciones que hacen posible que se produzca una gran inundación: fuertes lluvias, variación estacional del nivel del mar, siroco, baja presión atmosférica… De libro, que diría algún conocido. El caso es que en Venecia la Plaza de San Marcos quedó sumergida bajo 1,20 de agua, y el indicador de nivel situado en la punta de la Salute registró una altura récord de 1,94 m. Un informe de la UNESCO cuenta que muchas obras de arte quedaron destruidas, 5.000 venecianos perdieron su vivienda, y el resto vivió durante mucho tiempo con la angustia

Damnatio memoriae

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"En esta época de mi vida en Pamplona, mi hermano Ricardo me comunicó su entusiasmo por dos novelas: el Robinsón y “La Isla Misteriosa”, de Julio Verne, mejor dicho, La Isla Misteriosa y Robinsón, porque la novela de Julio Verne nos gustaba mucho más que la de Defoe. Soñábamos con islas desiertas, con hacer pilas eléctricas, como el ingeniero Ciro Smith; y como no estábamos muy seguros de encontrar una “Casa de Granito”, Ricardo dibujaba y dibujaba planos y croquis de las casas que construiríamos en los países lejanos y salvajes. Al mismo tiempo pintaba barcos con sus aparejos. Las dos variantes del sueño eran la casa entre la nieve, con las aventuras subsiguientes de ataques nocturnos de osos, lobos, etc., y el viaje por mar. Mucho tiempo me resistí a creer que tendría que vivir como todo el mundo; al último no hubo más remedio que transigir." Pio Baroja, "Juventud, egolatría "

Las bodas de Fígaro

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Decía Voltaire de él que nunca lograría ser como Moliere, pues su obra era su propia vida, y no lo que escribía. Nuestro admirado autor conocía muy bien a aquél relojero, inventor, músico, político, espía, editor, traficante de armas, libretista de Salieri y literato que respondía al nombre de Pedro Agustín de Caron. - ¡No, me llamo Beaumarchais! Lo que no sospechaba ni el mismísimo Voltaire es la manera en que se iba a ver beneficiado del carácter apasionado –un tanto insolente, decían algunos- y emprendedor de su devoto amigo. Pasó que al morir el autor del Cándido, Mme. Denis, su sobrina, amante y heredera, pensó en rendirle tributo postumo perpetuando su memoria a la manera de un espíritu profundamente ilustrado. ¿Cómo?: haciendo una primera edición de sus obras completas. Tras varios intentos fallidos de llevarlo a cabo, fue un personaje tan alejado de Francia como Catalina la Grande quien manifestó estar interesada por el proyecto, concibiendo la idea de hacer imprimir esa primer

Las muertes de Fígaro

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El lunes 13 de febrero de 1837 a las nueve menos cuarto de la tarde, un hombre joven, de unos 28 años de edad, se acercó al espejo que colgaba de una de las paredes de su estudio con una pistola en la mano, la apoyó sobre la oreja derecha, y disparó. La bala le salió por encima de la sien izquierda, atravesando una puerta vidriera y clavándose en la pared. Según se contaría después, algunas horas antes había estado en ese mismo estudio con su amante, Dolores, quién le manifestó nuevamente que todo había acabado entre ellos, que pensaba volver junto a su marido, Secretario General de la Capitanía General de Filipinas, para serle totalmente fiel. Se dijo que éste había sido el detonante último de un suicidio que venía anunciándose desde muchos meses antes en los propios escritos de éste hombre. “Tendí una última ojeada sobre el vasto cementerio. Olía a muerte próxima. Los perros ladraban con aquel aullido prolongado, intérprete de su instinto agorero.” Eran palabras que dejaba escritas

Principio, palabra y luz

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Empezar de nuevo. Todo comienzo resulta difícil, aunque éste no sea el primero y a nuestras espaldas carguemos ya la experiencia de quien ha recorrido, durante más de un año, el camino de la palabra escrita en un cuaderno que ahora parece quedar perdido y olvidado en lo remoto. En este momento a uno le invaden las huestes de la inseguridad, encabezadas por la terrible duda de no saberse acompañado por el canto de las musas y el aliento de la inspiración. Piensa en el espantoso aspecto que tiene el temor, en ese rostro que a veces nos mira directamente a la cara, y señala a nuestro destino como una de sus próximas víctimas… Ahí se aquietan nuestros pensamientos, hundiendo sus pasos en las tinieblas, hasta detenerlos asustados y no dejar tras de nosotros nada más que el silencio. De nuevo el mismo silencio que nos cubría de sombras mientras permanecíamos silentes en un rincón, muy parecido al que describe Cesar Vallejo En esta noche pluviosa, ya lejos de ambos dos, salto de pronto... Son

Creación

¡Un segundo! ¿Cómo se puede creer que por verte sólo un segundo mudarán las voces que me animan a marchar?. Ni para tí es posible trocar el lamento afónico del viento por una dulce brisa primaveral... ¿en sólo un segundo? No, no es posible... (Y entonces, abriste tu palma y soplando sobre ella alzó el vuelo, directa hacía mi, una estela dorada con el cálido aroma de tu voz)