La piel del cretense (y II)

Otro ouzo más; invita la casa, cómo no. Después, la mujer desapareció en la trastienda llevando la botella consigo como si se tratara de una luz que va alumbrando su paso. Mientras tanto su marido, nuestro anfitrión, continuaba repartiendo apretones de manos, dándose sonoros abrazos e intercambiando risotadas con el grupo de conocidos que acababan de entrar: les contaba no sé qué cosa en medio de un mar de gestos, y tomó un catalejo que había a su espalda en uno de los estantes, para comenzar a abrirlo poco a poco, sacando cada una de sus piezas de dentro de la anterior, sin detener mientras la cháchara en la que se había envuelto con sus amigos.
En cuanto a nosotros quedamos en silencio, ajenos a ese murmullo imperceptible que sonaba más monótono a medida que lo alejábamos de nuestros pensamientos.
Al frente quedaba aquél gran espejo, cubierto casi en su totalidad de fotografías, postales y recortes de periódicos, y por entre medio de ellas veíamos nuestra imagen reflejada en él, silenciosa, sola, muy sola, casi oculta en la pálida luz que iluminaba aquél local.
La piel del cretense estaba expuesta junto a la puerta de una choza, en un elevado pedregal a donde sólo llegaban los locos, las fieras y las moscas. De hecho, en ese lugar no se oía otra cosa que el zumbido de aquellos molestos insectos y junto al intenso calor que hacía reverberar todo lo que alcanza la vista, sólo se sentía la inagotable insistencia de aquellas moscas intentando penetrar en busca de alguna humedad en las entrañas de quien por allí se acercara.
La vieja Citeródice era la única habitante de aquél lugar, vivía en su choza custodiando lo que consideraba su única y sagrada posesión. Nunca se separaba de ese reseco y sucio pedazo de piel que en algún momento perteneció a un hombre. Dedicaba su tiempo a sentarse a observarla con detenimiento, pareciendo casi ausente cuando lo hacía, de vez en cuando se levantaba con una rama de hinojo en la mano y la sacudía contra el pellejo espantando a aquellos insectos que parecían buscar todavía algún rastro del frescor de la sangre en aquellas manchas oscuras que llenaban casi por completo la piel.
- ¡Buscais más en esta vieja y quemada piel que en la mía! –parecía decir.
Sin embargo nadie sabía qué es lo que decía Citeródice cuando emitía esos gritos agudos mientras espantaba las moscas.
Hacia ya mucho tiempo que la vieja la tenía expuesta a la intemperie, bajo el duro y abrasador sol del Peloponeso. En ocasiones era tanto el calor, que parecía que iba a terminar por arder, y despedía tal hedor que difícilmente habría ser humano con el valor de acercarse hasta aquél lugar, y sufrir en su organismo los espasmos que terminan por hacerle devolver a la naturaleza lo que de ella había tomado.
Junto a la piel del cretense, Citeródice alimentaba noche y día un fuego con el que aprovechaba para calentarse algún alimento, mientras observa en silencio el recuerdo de sus gloriosos tiempos del pasado. De vez en cuando volvía a agitar un poco la ramita sobre él, intentando espantar las moscas de nuevo, y fijaba la vista en unos extraños signos -tatuajes casi borrados por el paso del tiempo-, que cubrían una parte de él. Los intentaba leer, seguía con su índice el recorrido trazado hace ya mucho tiempo sobre aquella piel y pronunciaba unas extrañas palabras, como invocando a la señora de Eleusis para que le ayudara a comprender lo que allí se decía.
Citeródice había sido sacerdotisa de Demeter Erinia a la que se rendía un especial culto en la Arcadia. Era esta Demeter la ejecutora de la justicia infernal, la diosa que se representaba con cabeza de caballo en recuerdo de la ira que sintió la Diosa al ser violada por Poseidón, cuando había intentado esconderse de él bajo la forma de una yegua, y éste adoptó la forma de un caballo para lograr su fin. Algunos cuentan que es la forma de luna de los cascos de estos animales la que evoca desde entonces todas las noches la memoria de la Diosa.
Era cosa de otras personificaciones de Demeter el ocuparse de aconsejar en materia amatoria a los recién casados –de las seguidoras de Demeter Tesmófora-, al igual que de unirse públicamente con el rey sagrado en la siembra de otoño para asegurar una buena cosecha, antes de darle muerte en el solsticio invernal –misterio eleusino a cargo de las de Demeter Cloe o Ctonia-.
Entre los rituales propios de las seguidoras del culto a Demeter Erinia había uno que, pensaban satisfacía especialmente a su Diosa. Consistía en aguardar ocultas cerca de una encrucijada la llegada de algún viajero solitario, y cuando este se detenía para decidir qué camino tomar, saltaban sobre él vestidas con pieles equinas y profiriendo terribles gritos, para golpearle hasta la muerte con gruesos cantos decorados con motivos rituales.
Una de ellas, la mayor en edad, hincaba una punta afilada en su cuello y de manera muy precisa -de la misma que le habían enseñado en su noviciado-, lo recorría con fuerza de un lado a otro hasta separar la cabeza del cuerpo. Después marchaba con ella a los campos del templo, y entonando un antiguo salmo los cruzaba en su totalidad dejando caer sobre la tierra yerma la sangre fecundadora de su víctima.
En cierta ocasión que Citeródice cumplía las principales funciones, dieron con un extranjero de muy avanzada edad que caminaba hacia el sur cantando despreocupadamente himnos órficos, de esos que dicen estar compuestos con el alfabeto de trece consonantes cuyo sonido hace moverse a los árboles. Esto no hizo sino redoblar su ira contra él, no tenía en buena estima a lo que tuviera que ver con Orfeo, y la rabia con que lo golpearon sólo pudo ser detenido por el grito de aviso de una de ellas, que dejó inmediatamente de golpearle señalando unos extraños tatuajes que había en su cuerpo. Por mucho que miraron unas y otras, ninguna fue capaz de adivinar ni su significado ni su procedencia.
Dado pues que era algo desconocido para ellas y querían asegurarse de qué era aquello tan extraño con lo que habían dado, guardaron sus piedras rituales, ataron con fuerza sendas cuerdas a cada uno de sus tobillos, y entre todas lo llevaron arrastrando y agonizante hasta su templo.
Para cuando llevaron consigo a un anciano de la vecina Esparta que les dijera qué era aquello, el forastero había muerto. El espartano observó los signos dibujados en su piel, se limitó a decir un nombre –Epiménides-, y marchó sin contar más. Dos días después, una incursión espartana asaltó el templo, lo destruyó y tras matar a sus sacerdotisas, se llevó el cadáver consigo. Sólo Citeródice logró huir con vida.
Por aquél entonces Epiménides tenía gran fama en toda la hélade: era un conocidísimo intérprete oracular, medico, poeta, seguidor de los ritos órficos e iniciado en el culto a los Curetes.
Sobre él cuenta Flegón en “De los que vivieron mucho”, una conocida anécdota: estando un día al cuidado de sus ovejas, se le escapó una de ellas, y buscándola entró a una cueva. Sería cosa de los calores del mediodía, o la pesadez que habían dejado en su estómago los pedazos de kefalotori que se había tomado hace un rato, regándolo con unos sorbos de tsikoudiá, licor con el que acompañaba a aquél queso para compensar su sabor salado; el caso es que sintiéndose a gusto al fresco de la cueva, quedó profundamente dormido, tanto que se quedó así durante ciento cincuenta y siete años.
Conocido lo sucedido, en toda Grecia, se consideró que por medio había algún tipo de intervención divina, aunque nadie se sentía capaz de adivinar si su intención era benigna o aviesa. Al final, y dado que necesitaban una respuesta a semejante enigma y no había forma de obtener una certeza, dieron en asegurar que Epiménides era un protegido de los dioses, y como tal debía tenerse con veneración y respeto todo aquello que hacía o decía.
Divino o no, Epiménides no tardó en sacar provecho de su situación, y dado que sus crédulos conciudadanos iban a ver en sus palabras un mensaje oracular difícil de desentrañar, dejó caer aquello de:
“Yo, un cretense, digo: todos los cretenses son unos mentirosos”
La paradoja estaba servida. Mucho antes que Eubulides de Mileto, Epiménides había enfrentado a su tiempo con la primera de las paradojas y con el nuevo mundo de la razón lógica y las ideas.
Pero esto queda dicho a toro pasado, ahora que lo vemos desde la distancia: entonces era sólo un quebradero de cabeza que volvió loco a más de uno –cuentan que Aristóteles incluído-. También dejó su legado en una expresión en griego clásico: Êñçôßæù; y que viene a querer decir algo así como “obrar o hablar como un cretense, ser un impostor”.
Algunos siglos después todavía se recordaría esta frase del cretense, y Pablo de Tarso, el que convirtió una secta judía en religión universal, escribió en una carta a Tito, uno de los primeros cristianos no circuncidados, la siguiente advertencia sobre los cretenses:
“Uno de ellos, profeta suyo, dijo: Los cretenses son siempre mentirosos, malas bestias, vientres perezosos” Tito, 1 12
Pero la fama de Epiménides no se detuvo aquí, sino que hubo otros hechos que la acrecentaron aún más: fue autor de varias teogonías, de una colección de oráculos, de un poema épico sobre la construcción de la nave Argos y la expedición de Jasón, prosa ritual, y una cosmogonía. De todo ello no ha sobrevivido nada, todo ha quedado perdido bajo el manto del tiempo.
Dicen que fue al final de su vida cuando le llamó Solón desde Atenas para que les ayudara en su lucha contra la peste. Dados los buenos resultados que tuvo y el apreció que se ganó de todos los atenienses, estos le invitaron antes de marchar a que pidiera lo que quisiera, cualquier cosa: el cretense solicitó una rama de olivo y un tratado de paz perpetuo entre Cnossos y Atenas. Después marchó de vuelta a su tierra atravesando el Peloponeso…
Cuando encontraron aquellos extraños signos en su cadáver, los espartanos se apropiaron de él, lo desollaron y lo tuvieron expuesto en su consejo durante mucho tiempo, pensando que aquellas misteriosas marcas, procediendo además del cuerpo de quién procedían, eran sin duda portadoras de la buena suerte.
Algunos años después, la piel del cretense desapareció del lugar, y a pesar de mandar a buscarla, no hubo manera de dar con ella. Algunos aseguraron entonces que fue la misma sacerdotisa que le había dado muerte quien se apropió de ella y huyó a un escondido rincón de lo más remoto de su Arcadia natal.
Poco a poco nuestro anfitrión fue cerrando el catalejo que había estado mostrando a sus amigos, produciendo ese sonido sedoso, casi imperceptible que hacen las piezas al deslizarse –como las historias que habíamos recordado- unas dentro de otras.
Sin darle tiempo a continuar con su verbosidad, le pedimos que nos dijera lo que le debíamos, y tras escucharle descubrimos que en eso de cobrar era más cretense que en cualquier otra cosa. Al ouzo invitaba la casa…
- ¿Epiménides? –nuestro anfitrión se encogió de hombros abriendo exageradamente los ojos y apretando los labios cuando le preguntamos por él mientras pagábamos – no sé quién es ese…
- Existe –intervino uno de los recién llegados -, una vieja expresión en nuestro idioma que hace referencia a todo lo que se considera maravilloso o prodigioso, diciendo de ello que es “como la piel de Epiménides”.
Salimos a la calle. Había anochecido y hacía ya un tiempo que no llovía. Incluso el cielo estaba ahora despejado, lleno de estrellas y en medio de ellas lucía una creciente luna, con la misma forma que el casco de un caballo.

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
al anónimo anarkasis se le ha quedado el cuepo bien depues de leer esta historia,
todo un placer
merece papel.

y, de ahora en adelante en vez del coco, voy a meter miedo a los nenes con las saterdotisas de los misterios de Eléusis.
un saludo
Pedro J. Sabalete Gil ha dicho que…
Exquisito el derroche de imaginación y la técnica.

Soy muy afortunado por poder leerte.

Saludos y Felices Fiestas.
Anónimo ha dicho que…
Esperábamos ansiosos el relato sobre Epiménides, pero como siempre, Charles, vas más allá.
Nos traes a la Demeter convertida en implacable por su violación, a la amazona Citeródice convertida en sacerdotisa de la Erinia (no podía ser de otra)... y todo ello con tu estupendo estilo que hace que su lectura sea amena, agradable e instructiva.
La figura de el catalejo me ha parecido todo un acierto.
Me uno (por que me gusta) a la expresión de Anarkasis: "merece papel"
Salud y hasta el próximo año Charles.
Charles de Batz ha dicho que…
Vuestras palabras hacen que merezca la pena el esfuerzo...
Gracias a los tres y hasta la vuelta.

Salud y Fraternidad
Anónimo ha dicho que…
Pena no haber llegado a tiempo... supongo que no lo leerás hasta la vuelta. Como dice Herri hemos pasado estos días elucubrando sobre la continuación y quizá por eso lo hemos disfrutado más ahora. Ha sido un placer. Que los dioses te sean propicios oh Charles el de los bellos textos.
Anónimo ha dicho que…
Charles la espera mereció la pena, sobradamente, deliciosa continuación de tu bella y cruel historia (como todas las mitológicas). Nos envuelves con tus palabras en ese halo de misterio reconocido y desconocido a la vez que nos atrapa.

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