Naufragios

El Señor Ignace D’Arridon se quejaba siempre de la mala suerte que había tenido. Mala suerte o intención aviesa por parte del Obispo que le había destinado a Douarnenez. Este sabía perfectamente de su afición a la botánica, de los trabajos que había realizado aprovechando los tiempos libres que le daba su labor pastoral en las diferentes parroquias que había ocupado. “Hijo –le había dicho en una ocasión-, nos consta que eres uno de los mejores en tu especialidad, y estamos orgullosos de contarte entre nosotros”.
Aquello el Señor Ignace lo había interpretado como una promesa, la garantía de que en cuanto hubiera la menor oportunidad, emplearía sus contactos con otros obispados, y sería enviado a alguna parroquia rural del mediodía, de esas en las que la primavera estalla en luz y colores mucho antes de llegar, y duerme plácidamente en lo más profundo del invierno. El bueno del párroco se veía ya acortando los oficios y despachando con dos avemarías las confesiones de sus fieles, para salir corriendo al campo en busca de esos interesantes ejemplares que, hasta el momento, sólo había visto en las láminas de aquellos libros que guardaba en su biblioteca.
Pero aquellas supuestas promesas, y los sueños que habían hecho nacer en la esperanza de Ignace, se hundieron el día que le comunicaron la parroquia a la que debía trasladarse: Douarnenez, en el Finisterre de Bretaña, donde el furor del viento lanza sobre la tierra sal y arena arrasando como fuego cualquier rastro de vida.
No había un lugar ni un estado de ánimo –me contó el día que le conocí paseando por la playa de aquella localidad-, más adecuado para hacerme sentir como un naúfrago que es empujado por las tormentas del destino hasta estas inhóspitas costas…
A Ignace no le costó mucho comprender que uno se debía de adaptar, arreglarse con lo que allá tenía y seguir el camino hacia adelante. Aquello era algo que se repitió a sí mismo muchas veces durante sus primeros días, mientras iba conociendo a sus parroquianos y daba los primeros paseos por el lugar. En cierto modo –pensó-, ellos mismos me están dando una clara lección a mí, que procedo de un pueblo del interior donde todos vivíamos de las bestias y el campo. Aquí no tienen apenas de eso, pero se las arreglan para vivir de lo que les da el mar: sobre todo de la pesca y del… Varech.
El Varech… Apenas había oído hablar de él hasta entonces, la primera vez incluso no supo adivinar de qué se trataba cuando lo vio: se detuvo durante un buen rato intentando averiguar qué cargaban de dos en dos, y ayudados por un par varas, aquél grupo de hombres y mujeres desde la orilla hasta un montón apilado a unos cien metros.

Bajó a la playa, y llegándose hasta la orilla tomó una de aquellas algas para examinarla con detenimiento: era una Fucus vesiculosus -eso no era ningún secreto para un aficionado a la botánica como él-, de forma totalmente plana y con tantas ramificaciones que podían alargar su tamaño hasta los 90 centímetros. Su color es pardo-verdoso, pero sólo mientras mantiene su humedad, pues Ignace había observado que aquellas que estaban apiladas al fondo de la playa, secando al sol, se habían ennegrecido.

Aquella mañana, Ignace detuvo su paseo para charlar con los recolectores de Varech y aprender más sobre aquella desconocida alga; también volvió al día siguiente, y al otro, y así poco a poco fue olvidando su afición por las plantas para dedicarse al estudio de las algas, y al del Varech en especial.

Cuando quería dar un giro en el rumbo de su conversación, o deseaba profundizar más en ella, Ignace tenía la costumbre –mas bien parecía un “tic”-, de sacudirse el poco pelo que tenía con la palma de la mano derecha, mientras lanzaba una tímida sonrisa al suelo y decía aquello de “bueno”.

- Bueno, seguramente –me dijo-, algo que me llamó pronto la atención de este alga fue su nombre, varech, que deriva del inglés “Wreck” o “Crack” vieja palabra que los normados exportaron a las islas británicas y que quiere decir “naufrago”. Si observas la costa, verás que hay gran abundancia de ella en las orillas de las playas, en los bordes de los numerosos islotes que jalonan todo este mar, en los acantilados,… ¡en fin!: es tal su número que aquí se ha terminado desde antiguo por denominar con ese nombre a todo lo que el mar lanza a nuestras costas…

- ¿Todo? – le pregunté.

- Si, así es, tal y como lo estás pensando, el Derecho de Varech hace dueño de todo aquello que el mar empuja a tierra, así como de lo que permanece en el agua pero tan cerca que un hombre a caballo puede tocarlo con su lanza sin mojarse, al señor feudal de la localidad donde se encuentra o a Su majestad el Rey si el varech es oro, plata, joyas, etc…

- ¿Y la gente del común no tienen derecho a nada de ello?

- Apenas las migajas, en teoría, aunque una vez más la necesidad acaba por dar la propia solución, amigo. Los hay que silencian los hallazgos para repartírselos entre ellos, y los hay que por su propio silencio y colaboración reciben también de su señor parte de un varech que han logrado de una manera no muy honrada precisamente.

Era inevitable, al oír esto último, que me vinieran al recuerdo las terribles historias que había oído ya en varias ocasiones sobre los raqueros, los temibles wrakers, que los días de tormenta desorientaban a las naves mediante falsas señales, hasta que encallaban y entonces corrían a terminar con su tripulación y hacerse con el botín de su cargamento…

Después de que me contara esto, Ignace y yo permanecimos un buen rato en silencio, observando la costa desde el punto en el que habíamos detenido nuestro paseo. A un lado de ella, un grupo de recogedores de varech lo quemaban en una fosa aprovechando que el viento soplaba hacia el mar, ya que si lo hace en dirección al interior, lo tenían prohibido. Con el resultado de ello obtendrán la “Soude de Varech”, material fundamental para la elaboración de las famosas y resistentes vajillas de Cherburgo. De eso viven, supuestamente, muchos de ellos.

- Cada uno debe sobrevivir como puede, y si el alimento se lo da la tierra fecunda o una tormenta marina, es algo que no debería preocuparnos.

Lo dijo mirando al mar, no a la columna de humo que se acostaba hacia el horizonte, y volvió a callar.



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Esta es la anotación que Goussier dejó en su diario dedicada al varech. Con ella, si lo que aquí se cuenta es cierto, algún otro autor escribió el artículo correspondiente de La Enciclopedia.

Puede que en la traducción haya cometido el error de efectuar sobre el texto original recortes e interpolaciones, hasta dar con una traducción dirigida a mí, a lo que sentía mientras lo leía, intentando sacar a la luz lo que parece esconderse en lo más profundo de su contenido.

Al terminar, me he quedado con la sensación de que aquella historia del varech, más allá de su atractivo evocador de costumbres y tiempos pasados, llega más lejos, hasta nosotros mismos, como si el propio recuerdo de todo aquello, fuera otro resto más de un naufragio en las aguas del tiempo que asoma, sucio, descolorido y sin apenas vida, en las arenas del presente. Así como somos nosotros mismos.

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
Me lo he imprimido junto a otros post para que me acompañen esta noche de viaje. Así tu relato arropará mi soledad viajera en la madrugada.
un abrazo.
Anónimo ha dicho que…
Un verdadero placer leerte Charles.
Me ha traido muchas evocaciones, la primera el delicioso olor que había en las playas cuando recogían el ocle como lo llaman en Asturias -aunque no sólo fucus- para llenar los carros tirados por bueyes. He estado leyendo del varech, varees o goemones que efectivamente hasta finales del XVIII era de las pocas formas de obtener sosa -la sosa de varechs que llaman kelp en Inglaterra-dice el diccionario que consulto. Salud para narrarnos.
Anónimo ha dicho que…
Qué bello relato, Charles y con cuánto acierto me lleva a los días de mi niñez en Hondarribia cuando las esposas de los pescadores se sentaban en el suelo del paseo Butrón para coser las redes que más tarde les darían de comer. Siempre había algas a su alrededor y un intenso olor a mar como sólo huele el mar que no se olvida y las escenas de la infancia recobrada.
Gracias
alida ha dicho que…
Lindo relato nos trae muchos recuerdos, de cuando un va a la playa y el olor de las algas se te queda en la memoria, muchos hacemos ese tic en la conversaciones cuando queremos darle un nuevo giro…
Fue un placer leerte
Abrazos!!
Isabel Barceló Chico ha dicho que…
Esa tierra del fin del mundo donde está Douarnenez, es impresionante. Allí se puede uno imaginar la extrema pobreza de sus gentes y su necesidad de recurrir a esas horribles estrategias de hacer perder el rumbo a un barco... Creo que allí hay una bahía que se llama de "Traspasses", de los muertos que devuelve el mar. Ese sí que es un macabro botín. Me ha gustado mucho tu particular traducción de las notas de Goussier: sencillamente creíbles y deliciosas. Besos, querido amigo.
Charles de Batz ha dicho que…
Itoiz, espero que el relato sirva, como tu dices, para arropar tu soledad viajera.

Vere, efectivamente, es como tu dices que en cada lugar al varech lo llaman de una forma diferentes. Al fín y al cabo es una variedad de Sargazo muy frecuente en el Cantábrico y el Atlántico. De cualquier manera, lo que más me llamó la atención de este artículo de la enciclopedia fue su relación con el término naufrago, el derecho de varech y lo que de ahí se deduce con respecto a los wrakers.

Vailima, como no podía ser de otra manera mi recuerdo, el primero que me viene a la cabeza al evocar el olor a algas y a la sal del mar, es muy parecido al tuyo.

Alida, lo del tic que anuncia un giro en la conversación me lo inspiró un buen amigo mio y me alegra que alguien lo identifique...

Isabel, en cierta manera esa era una de mis intenciones al contar la historia: la de narrar cómo se enfrenta alguién a su necesidad de sobrevivir en el fín de su mundo, en los confines que lindan con todo aquello que le es ajeno e incluso opuesto a sus valores...

Salud y muchas gracias por vuestros comentarios.
Ángela ha dicho que…
Un escrito precioso, Carlos, tanto en forma como en fondo.
Impactante todo él. Dan ganas de releerlo.
Lo del tic no tiene precio.
Cómo llegarían a la conclusión de utilizar las algas quemadas para la elaboración de vajillas...
Charles de Batz ha dicho que…
Gracias Angelusa. Pues nada, lo relees y yo encantado... Además aprovéchalo, que creo que se acaba ya que me estoy planteando el cambiar un poco el estilo de las anotaciones, y pasar a algo que a mi me cueste menos escribirlas y a vosotros menos leerlas: creo que ésta fórmula aburre y quizá pruebe otras cosas. No se, ya veremos.

Salud
Anónimo ha dicho que…
Nos llevas por tierras conocidas en busca del varech, de las "cabezas de sardina"...
El derecho de Varech me ha recordado a su utilización por Ramiro Pinilla en su monumental obra "Verdes valles, colinas rojas" en la que lo utiliza como metáfora de ciertos mitos vascos a través de un relato del más puro realismo mágico.
Otro recuerdo, la mítica ciudad de Ys, la que según la leyenda, si mal no recuerdo, se encontraba en la dársena de Douarnenez.
Y me doy cuenta de como pasan los años Vailima, que cuando yo ya era mayor, las mujeres de los pescadores de Hondarribia, como el dinosaurio de Monterroso, todavía estaban allí, en el paseo Butron, remendando las redes.
Un gran relato Charles.
Salud y felices vacaciones a quienes las tengan.
Anónimo ha dicho que…
no sabía de ello, soy de tierra adentro, pero como si fuera ya un paisano bregando con el varech,
Hermoso paseo me he dado con el señor Ignacio, gracias a ti por presentárnoslo

un gran saludo siempre
Pedro J. Sabalete Gil ha dicho que…
Como siempre magnífico y muy instructivo. También yo soy de secano pero me da igual me transporto muy fácil con tus letras.

Amigo, he tenido un día terrible, alocado, irracional de trabajo. Vi ayer el post y hoy puedo leerlo...Refrescante, un merecido tributo a la espera, un gozo.

Gracias.
Anónimo ha dicho que…
Charles hoy la anotación era para paladearla despacio. Yo, que como anarkasis, soy de tierra adentro, no guardo recuerdo de esas imágenes y si enmbargo las he visto en mi memoria. Eso sin contar este maravilloso acercamiento "enciclopedista" que nos estas regalando en cada post. Un abrazo y salud.
bajamar ha dicho que…
Me parece que no es algo descolorido, hay lugares en donde es muy cercana aún la imágen viva de esas palabras...aquí todavía hay alguéros, luga y pelillo principalmente, lo son por temporadas, complementadolo con faenas agrícolas...hablo de sectores más bien rurales, pero no lejanos en realidad...y encomenderos y encomiendas dis que no hay, pero sólo tienen otra forma eso es todo (en mi opinión)...en realidad en latinoamerica usted puede aún encontrar muchas imágenes esplendidamente relatadas en estas correspondencias...que son muy similares a unas crónicas antiguas que he leído...

buenoo, muy bueno el relato, gracias

un saludo
Leodegundia ha dicho que…
Varias enseñanzas en este relato, por un lado que en todos los lados puedes encontrar cosas interesantes aunque te manden a un sitio que se podría tomar como el fin del mundo y por otro lado que aunque el lugar parezca de lo mas triste y pobre, siempre se encuentra la manera de sobrevivir si se emplea el trabajo y el ingenio.
Un placer la lectura de este artículo.

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