Bestiario infantil
De entre los seres que poblaron aquella lejana infancia, hubo uno de piedra que nunca dejó de mirarme. Lo llamaba “pájaro” pues tenía enormes alas, y “mudo”, ya que jamás respondía a mis palabras. Cuando me acercaba a él las noches de verano, parecía como si la blanca y silenciosa -así llamaban a la mirada de la luna-, separase su cuerpo de los muros sombríos del monasterio. Recorría con mis dedos entonces el tacto suave de su plumaje, alcanzaba la cavidad de sus ojos -¡qué es lo que habrán visto!, pensaba-, y cerraba los míos en el giro sensual de su cuello. A veces lo imaginaba escapar, en una de esas que lo miraba, y alzar el vuelo ligero, con mucho orgullo, hacia la misma luz que lo había devuelto a la vida.