Naufragios
El Señor Ignace D’Arridon se quejaba siempre de la mala suerte que había tenido. Mala suerte o intención aviesa por parte del Obispo que le había destinado a Douarnenez. Este sabía perfectamente de su afición a la botánica, de los trabajos que había realizado aprovechando los tiempos libres que le daba su labor pastoral en las diferentes parroquias que había ocupado. “Hijo –le había dicho en una ocasión-, nos consta que eres uno de los mejores en tu especialidad, y estamos orgullosos de contarte entre nosotros”. Aquello el Señor Ignace lo había interpretado como una promesa, la garantía de que en cuanto hubiera la menor oportunidad, emplearía sus contactos con otros obispados, y sería enviado a alguna parroquia rural del mediodía, de esas en las que la primavera estalla en luz y colores mucho antes de llegar, y duerme plácidamente en lo más profundo del invierno. El bueno del párroco se veía ya acortando los oficios y despachando con dos avemarías las confesiones de sus fieles, para ...