La piel del cretense (I)
Hace ya unos cuantos años, nos encontrábamos en los alrededores de la Plaka de Atenas camino del hostal en el que nos alojábamos, cuando sin aviso previo, el soleado día que nos había acompañado hasta entonces, tornó en chaparrón inmisericorde, en aguacero copioso, haciendo que saliéramos corriendo todos los que por la calle andábamos a protegernos de las saetas de aquél ataque sorpresivo de las nubes.
Después de mucho correr intentando ocultarnos bajo las viseras de algunos escaparates, y saltar cruzando las calles entre charcos, dimos con nuestros marinados cuerpos en una pequeña tasca que estaba casi escondida, al principio de una angosta calle perpendicular a aquella por la que marchábamos. Su aspecto no invitaba a mucho, pero el que estaba tomando el día lo hacía menos a permanecer por más tiempo expuestos a la intemperie.
El interior de aquél bar era de esos que los hay en cualquier lugar del mundo, y que a todos nos recuerdan a esa decoración de interiores tan clásica de finales de los sesenta y principios de los setenta: diseño lineal, sobrio y totalmente impersonal. Afortunadamente, puede que sea un decir, el tiempo y sus propietarios habían ido mimetizando el lugar a su personalidad, en forma de unas cuantas fotografías, postales y recortes amarillentos colgando de los bordes del gran espejo que había tras la barra; también había una interminable colección de botellas expuestas en estanterías a ambos lados de aquél cristal; y un viejo radiocasete reproduciendo canciones que parecían ser de folklore seguramente cretense; un curioso dibujo decoraba la pared que hay frente al espejo, representando a un forzudo con dos cañones en sus brazos disparando cada uno en una dirección; al fondo, la barra se cerraba contra la pared liberando el espacio estrecho que era aquél bar para dejar un área un poco más amplia, donde había colocada una pequeña mesa circular con cuatro sillas: allí colgaban de la pared como media docena de carteles de lo más colorido y kitsch, -que se diría hoy- representando a sonrientes artistas de aspecto casposo, encorbatados y entrados en años, o neumáticas odaliscas en pose de estar subiendo una escalera de mano.
El mostrador, de lo mugriento que estaba, se pegaba a uno en los brazos, a los papeles o a cualquier cosa que llevara consigo, como si una fuerte mano invisible quisiera evitar que nosotros o nuestras pertenencias pudiéramos salir de ahí. Seguramente esto explicaría la sonrisa del dueño de aquella tasca cuando observaba intentar marcharse al único parroquiano que había allá cuando llegamos nosotros.
Aquél lugar, que tenía el nombre de una localidad cretense que ahora no recuerdo, estaba regentado por un hombre delgado, bajo de estatura, quemado por el sol, el rostro avejentado y unas enormes patillas blancas que parecían estar empeñadas en cubrir toda su cara.
Junto a él, estaba su mujer que era en todo su contraria: gruesa, alta, con el rostro terso y muy pintado. Se movía con desenvoltura en su feudo que era aquella tasca y no tenía ningún recato en hablar a todos sus clientes a gritos, con tal fuerza que creo recordar que fueron aquellas voces las que llamaron nuestra atención sobre aquél lugar cuando buscábamos cobijarnos de la lluvia. En cierta manera era ella la dueña y señora del lugar, pues su marido, a lo que vimos, se limitaban a permanecer en la barra dando conversación a la parroquia.
Así que allá estábamos, empapados, cansados por las jornadas que llevábamos recorriendo en coche aquél país, sedientos y pegados literalmente a la barra de una tasca.
- Hola, de donde vienen ustedes –nos dijo en ingles el hombre, según nos vio colocarnos a un lado de la barra, sin preocuparse lo más mínimo por si queríamos tomar algo.
He de decir que ya en las primeras palabras que intercambiamos con él notamos un acento diferente al de las gentes con las que habíamos hablado aquellos días. Era el de este hombre muy parecido al que suele emplear el que aquí escribe, y que es muy poco dado a los idiomas: arrastraba pausada y contundentemente las erres; pronunciaba con claridad toda aquella letra que hubiera en la palabra, sin detenerse en las particularidades de la pronunciación inglesa; y trasladaba literalmente giros expresivos propios de su idioma a aquella lengua, dando lugar en muchas ocasiones a la confusión de quienes le escuchábamos. Todo ello lo hacía como debe hacerlo quien disfruta con orgullo de su acento: con total tranquilidad, y presuponiendo que se le entiende perfectamente sin necesidad de esforzarse más.
Pasadas las primeras preguntas –las llamadas de rigor-, que estaban destinadas a saciar la curiosidad más inmediata de nuestro anfitrión, su señora –que había permanecido hasta aquél momento ajena a nosotros- nos preguntó por lo que queríamos –dos cafés, le dijimos- y tras poner en marcha la máquina, cogió una botella y dos pequeños vasos, y sin decir nada, los puso ante nosotros y los llenó.
- Un poco de ouzo para quitar el frío acompañado con el café sienta muy bien –nos dijo el hombre adelantándose con ello a cualquier resistencia por nuestra parte de aceptar su invitación-.
No he sido nunca amigo de anises, ouzos, tutones, rakis ni pastises, pero dado que nos aseguró estar invitados a ello, y que estábamos en la cuna de tan conocido licor, lo aceptamos sin más reserva, lo bebimos y continuamos con el café mientras nuestro anfitrión no paraba de darnos charla.
Según nos dijo, él y su mujer procedían de Creta y hacía ya algunos años habían emigrado a Atenas en busca de mayor fortuna. Nos contó una extraña historia sobre su familia que, entre el acento y los giros indescifrables que a veces empleaba, sólo llegamos a entender a medias. Todo vino a cuento de una fotografía que vio en la portada de un folleto que nos había dado poco antes: era la imagen de un icono que según lo vió, encendió sus ojos y comenzó a relatarnos cómo hubo en casa de su padre un par de ellos con siglos de antigüedad que fueron vendidos a unos turistas por muy poco dinero.
Después nos contó que él mismo, durante muchos años, estuvo recorriendo primero la isla, y después la península, dedicándose a hacer lo que, según él, mejor sabía: dibujar. Lo hacía decorando las paredes de bares, panaderías, talleres, etc… Vivió durante muchos años en los alrededores de Volos –curiosamente el lugar de donde partió Jasón con sus argonautas- una pequeña península muy montañosa y llena de pequeñas aldeas y pueblos aislados del mundo. Cuando alguien precisaba de sus servicios, mandaba a buscarlo y le señalaba un tema que él, de la mejor manera que podía, reproducía en la pared del lugar. Según nos contó, la mayor parte de las veces le reclamaban temas relacionados con su independencia de los turcos o con personajes populares, muy rara era la vez que se recurría a la mitología clásica.
Como muestra de ese arte, nos mostró el dibujo que había en la pared frente al espejo, el que representaba el forzudo con dos cañones en sus brazos. Parece ser que es copia de uno que pintó en una panadería de Velentsa, y por el que sentía especial afecto por tratarse de la representación de un personaje que fue un buen amigo de su padre.
- Para quien no es griego el nombre de Panagis Koutalianos no significa nada –dijo moviendo suavemente la cabeza de un lado a otro- ¡nada!. Pero cualquier griego sabe en cambio de quién estoy hablando, conoce muchas de sus historias y asegurará que alguna vez ha cantado junto a sus amigos la canción “El hombre más fuerte de esta era” que le dedicaron en vida.
Después de mucho correr intentando ocultarnos bajo las viseras de algunos escaparates, y saltar cruzando las calles entre charcos, dimos con nuestros marinados cuerpos en una pequeña tasca que estaba casi escondida, al principio de una angosta calle perpendicular a aquella por la que marchábamos. Su aspecto no invitaba a mucho, pero el que estaba tomando el día lo hacía menos a permanecer por más tiempo expuestos a la intemperie.
El interior de aquél bar era de esos que los hay en cualquier lugar del mundo, y que a todos nos recuerdan a esa decoración de interiores tan clásica de finales de los sesenta y principios de los setenta: diseño lineal, sobrio y totalmente impersonal. Afortunadamente, puede que sea un decir, el tiempo y sus propietarios habían ido mimetizando el lugar a su personalidad, en forma de unas cuantas fotografías, postales y recortes amarillentos colgando de los bordes del gran espejo que había tras la barra; también había una interminable colección de botellas expuestas en estanterías a ambos lados de aquél cristal; y un viejo radiocasete reproduciendo canciones que parecían ser de folklore seguramente cretense; un curioso dibujo decoraba la pared que hay frente al espejo, representando a un forzudo con dos cañones en sus brazos disparando cada uno en una dirección; al fondo, la barra se cerraba contra la pared liberando el espacio estrecho que era aquél bar para dejar un área un poco más amplia, donde había colocada una pequeña mesa circular con cuatro sillas: allí colgaban de la pared como media docena de carteles de lo más colorido y kitsch, -que se diría hoy- representando a sonrientes artistas de aspecto casposo, encorbatados y entrados en años, o neumáticas odaliscas en pose de estar subiendo una escalera de mano.
El mostrador, de lo mugriento que estaba, se pegaba a uno en los brazos, a los papeles o a cualquier cosa que llevara consigo, como si una fuerte mano invisible quisiera evitar que nosotros o nuestras pertenencias pudiéramos salir de ahí. Seguramente esto explicaría la sonrisa del dueño de aquella tasca cuando observaba intentar marcharse al único parroquiano que había allá cuando llegamos nosotros.
Aquél lugar, que tenía el nombre de una localidad cretense que ahora no recuerdo, estaba regentado por un hombre delgado, bajo de estatura, quemado por el sol, el rostro avejentado y unas enormes patillas blancas que parecían estar empeñadas en cubrir toda su cara.
Junto a él, estaba su mujer que era en todo su contraria: gruesa, alta, con el rostro terso y muy pintado. Se movía con desenvoltura en su feudo que era aquella tasca y no tenía ningún recato en hablar a todos sus clientes a gritos, con tal fuerza que creo recordar que fueron aquellas voces las que llamaron nuestra atención sobre aquél lugar cuando buscábamos cobijarnos de la lluvia. En cierta manera era ella la dueña y señora del lugar, pues su marido, a lo que vimos, se limitaban a permanecer en la barra dando conversación a la parroquia.
Así que allá estábamos, empapados, cansados por las jornadas que llevábamos recorriendo en coche aquél país, sedientos y pegados literalmente a la barra de una tasca.
- Hola, de donde vienen ustedes –nos dijo en ingles el hombre, según nos vio colocarnos a un lado de la barra, sin preocuparse lo más mínimo por si queríamos tomar algo.
He de decir que ya en las primeras palabras que intercambiamos con él notamos un acento diferente al de las gentes con las que habíamos hablado aquellos días. Era el de este hombre muy parecido al que suele emplear el que aquí escribe, y que es muy poco dado a los idiomas: arrastraba pausada y contundentemente las erres; pronunciaba con claridad toda aquella letra que hubiera en la palabra, sin detenerse en las particularidades de la pronunciación inglesa; y trasladaba literalmente giros expresivos propios de su idioma a aquella lengua, dando lugar en muchas ocasiones a la confusión de quienes le escuchábamos. Todo ello lo hacía como debe hacerlo quien disfruta con orgullo de su acento: con total tranquilidad, y presuponiendo que se le entiende perfectamente sin necesidad de esforzarse más.
Pasadas las primeras preguntas –las llamadas de rigor-, que estaban destinadas a saciar la curiosidad más inmediata de nuestro anfitrión, su señora –que había permanecido hasta aquél momento ajena a nosotros- nos preguntó por lo que queríamos –dos cafés, le dijimos- y tras poner en marcha la máquina, cogió una botella y dos pequeños vasos, y sin decir nada, los puso ante nosotros y los llenó.
- Un poco de ouzo para quitar el frío acompañado con el café sienta muy bien –nos dijo el hombre adelantándose con ello a cualquier resistencia por nuestra parte de aceptar su invitación-.
No he sido nunca amigo de anises, ouzos, tutones, rakis ni pastises, pero dado que nos aseguró estar invitados a ello, y que estábamos en la cuna de tan conocido licor, lo aceptamos sin más reserva, lo bebimos y continuamos con el café mientras nuestro anfitrión no paraba de darnos charla.
Según nos dijo, él y su mujer procedían de Creta y hacía ya algunos años habían emigrado a Atenas en busca de mayor fortuna. Nos contó una extraña historia sobre su familia que, entre el acento y los giros indescifrables que a veces empleaba, sólo llegamos a entender a medias. Todo vino a cuento de una fotografía que vio en la portada de un folleto que nos había dado poco antes: era la imagen de un icono que según lo vió, encendió sus ojos y comenzó a relatarnos cómo hubo en casa de su padre un par de ellos con siglos de antigüedad que fueron vendidos a unos turistas por muy poco dinero.
Después nos contó que él mismo, durante muchos años, estuvo recorriendo primero la isla, y después la península, dedicándose a hacer lo que, según él, mejor sabía: dibujar. Lo hacía decorando las paredes de bares, panaderías, talleres, etc… Vivió durante muchos años en los alrededores de Volos –curiosamente el lugar de donde partió Jasón con sus argonautas- una pequeña península muy montañosa y llena de pequeñas aldeas y pueblos aislados del mundo. Cuando alguien precisaba de sus servicios, mandaba a buscarlo y le señalaba un tema que él, de la mejor manera que podía, reproducía en la pared del lugar. Según nos contó, la mayor parte de las veces le reclamaban temas relacionados con su independencia de los turcos o con personajes populares, muy rara era la vez que se recurría a la mitología clásica.
Como muestra de ese arte, nos mostró el dibujo que había en la pared frente al espejo, el que representaba el forzudo con dos cañones en sus brazos. Parece ser que es copia de uno que pintó en una panadería de Velentsa, y por el que sentía especial afecto por tratarse de la representación de un personaje que fue un buen amigo de su padre.
- Para quien no es griego el nombre de Panagis Koutalianos no significa nada –dijo moviendo suavemente la cabeza de un lado a otro- ¡nada!. Pero cualquier griego sabe en cambio de quién estoy hablando, conoce muchas de sus historias y asegurará que alguna vez ha cantado junto a sus amigos la canción “El hombre más fuerte de esta era” que le dedicaron en vida.
A pesar de interponer la palma de mi mano entre la boca del vaso y la botella, tuve que terminar por retirarla ante la amable insistencia de aquella gigantesca señora que acompañaba como una sombra todos los movimientos de su marido.
- A ustedes les extrañará –continuó nuestro anfitrión- si les digo que una vez hundió un barco turco de un puñetazo ¿verdad?; pues si lo conocieran no les parecería tan raro. Toda Grecia le llamaba “el nuevo Hércules”, y no hubo nadie que tuviera el valor necesario para llevarle la contraria. Mi padre lo conoció cuando servía en el ejército, en una ocasión en que presenció una exhibición pública del nuevo Hércules ante el Señor Venizelos, nuestro primer presidente ¿sabían ustedes que era Cretense? –apostilló con orgullo-.
Asentimos sin darle mucha importancia, como invitándole a que continuara con su historia.
- Esa fue la exhibición –dijo señalando la pared-, la dibujé tal y como me la contó mi padre: cogió dos cañones en su brazos y apuntó con uno a levante y el otro a poniente, y cuando lo tenía todo ya dispuesto, los disparó sin apenas moverse del punto en el que estaba en pié. Fue algo prodigioso, tanto que el ruido se oyó a kilómetros de distancia y los que allí estaban, mi padre incluído, quedaron asustados pensando que aquello había sido una provocación al sol y a la luna, y que por ello nunca más volvería a anochecer, ni amanecer y los astros quedarían fijos donde estaban por siempre jamás. Y allí se quedaron mi padre y sus compañeros durante largas horas, sin moverse hasta que por fin anocheció y entonces todos marcharon juntos a la cantina del pueblo a celebrarlo bebiendo todo el ouzo que les pudiera entrar en el cuerpo.
Llegados a este punto, nuestro anfitrión se quedó callado, su mujer nos llenó una vez más el vaso, mientras nosotros permanecíamos también en silencio observando aquél mural.
Fuera había dejado de llover, y comenzaron a entrar en el lugar los que debían de ser habituales, vistos los besos y abrazos, así como las palabras amistosas que se intercambiaban con nuestro anfitrión. En ese momento, tuvimos la sensación de que la tormenta y la soledad en la que habíamos estado en aquella tasca habían sido preparadas para que llegáramos a escuchar la curiosa historia de aquél hombre.
Dudamos también de cuanto había de verdad en lo que nos había contado, pero ¿quién se atreve a decir que un cretense es un mentiroso?
Comentarios
Espero la segunda parte.
Gracias y saludos.
Totalmente deacuerdo contigo Vere: esto es lo que realmente vale de un viaje, lo que en el fondo se busca cuando se quiere encontrar algo interesante fuera del lugar común. En cierta manera es en estas experiencias donde uno puede sentirse inmerso en las diferentes realidades que conviven con la nuestra.
Gracias Goathemala, palabras tan generosas como las tuyas, me animan a seguir probando en este complejo oficio de unir letras hasta crear ideas e hilvanar historias. Si no es por habilidad, será por cabezonería, pero espero hacerlo algún día de manera aceptable.
Que día más tonto tengo hoy, por Zeus...
Salud
Salud y aqui quedamos tus fans esperando más :)
(yo soy tan cotilla como Vere, también busqué si la historia era cierta, no me fio un pelo de ti jajaja)
y llegas al final con rubriquilla, ni por que lo hubieras alargado un poco mas me hubiera ido a la cama sin terminar.
Ahora si.
elhttpsanarkasis
Y sí, estoy con vosotros en que esos ratos son de los que justifican los viajes y la vida.
Salud
Anarkasis-anónimo, oído cocina elhttpiasanarkasis.
Herri, espero enviaros pronto la segunda parte si el mar de papeles en los que me toca navegar todos los años por estas fechas me lo permite.
Muchas gracias a los tres
Salud y fraternidad
Un beso!
Vere, en cuanto pueda, la escribo. Desgraciadamente este es el peor mes del año en cuestiones de trabajo y seguramente no podré hacerlo hasta fines de la semana que viene. Aprovecho para explicar con ello mis silencios, ausencias y comentarios lacónicos en el vecindario de este mes...
Afortunadamente, después me llegan las vacaciones y mi callada tendrá más agradable justificación.
Salut et fraternité
Gracias.